martes, 16 de agosto de 2011

Esas horas íntimas, privadísimas

Hay quienes llegaron al libro porque leyeron en algún suplemento de cultura que Michael Cunningham, oriundo de Ohio, EE UU, ganó los tan codiciados premios Pulitzer, Faulkner y Grizane Cavour, con su nueva novela Las horas. Están también los que antes de llegar al papel (unos cuantos) compraron su entrada de cine dispuestos a juzgar bien holgadamente desde su lugar de espectadores qué tan bien o mal lograda fue la caracterización de Nicole Kidman, y los que luego de haber leído y saboreado deliciosas descripciones visuales, se acercaron a alguna sala a evaluar qué tan grande, o bien, cómoda les quedó a Moore, Streep y Kidman, la talla de Laura Brown, Clarissa Vaughan y Virginia Woolf.

Tres mujeres, tres ciudades, tres épocas: Virginia, en las afueras de Londres, año 1923; Clarissa, en Nueva York, finales del siglo XX y Laura, Los Ángeles, año 1949.

Solemos relacionar las horas con la vida cotidiana: levantarse, irse, llegar para acostarse, levantarse y volver a irse para volver a llegar. Y, con suerte, al menos una vez al día, el recuento de los minutos. Pero no, Cunningham, en su libro, se aleja del plano mundano para sumergirnos en ese denso, vasto y enredado ovillo de complejas percepciones, del cual a veces la única manera de salir o de soportar parece ser el deseo de sucumbir o directamente su consumación.

Una vez más, la literatura alberga las más bellas imágenes poéticas mientras el sentido común cede y se ubica en su tan merecida periferia. Lo mundano y vulgar retrocede ante cada página impregnada de un espeso romanticismo que deja entrever sus capas de nostalgia, clandestinidad y tragedia.

Cada detalle de la vida de Laura Brown parece rendirle culto a la literatura, invitándonos a saborear ese lugar casi imperceptible y a la vez infinito que crea el lector cada vez que abotona sus ojos a las palabras. El acto mismo de leerla nos envuelve de modo tal que resulta casi inevitable la sensación de estar dentro de un juego de cajas chinas.

“(…) En este momento podría no ser más que una inteligencia flotante; ni siquiera un cerebro dentro de un cráneo , solo una presencia que percibe, como lo haría un fantasma. Probablemente así es como se siente un fantasma, piensa. Se parece un poco a leer –la mima sensación de conocer gente, lugares, situaciones, sin desempeñar otro papel que el de un testigo dispuesto”.

Clarissa, editora de libros, ya madura, da cuenta, mediante el vaivén de sus pensamientos, de la notable elasticidad con que recorre cada hora. Cada hora que desata una sutil incomodidad proveniente del pasado; ella es y está solo por lo que fue y por los lugares en donde estuvo. Vive, se piensa a sí misma y es pensada por quienes la rodean, siempre desde el ayer. Lo anterior reina sobre su presente, volviéndolo casi efímero y el futuro solo es visto como aquello que se reproducirá día a día de un modo sistemático mientras cuida a su amigo y poeta Richard.

Virginia, la lectura, la escritura y el anhelo. La locura. El talento y el fracaso, el repliegue sobre sí misma. Su literatura logra la transgresión e inmortalidad que recorre cada palabra, como si cada ejemplar de su libro estuviera impreso con la misma tinta con la que ella supo (sin saberlo) desafiar el tiempo. Su creación posee lo que ella creyó no tener. Woolf se desprende de su vida y se condensa en La señora Dalloway. Ella escribe “No creo que haya habido dos personas más felices que nosotros” y Richard varias décadas después se lo dirá a Clarissa.

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