lunes, 26 de septiembre de 2011

¿No es genial que se llame Deseo?

Compartir afición por la literatura y el cine no significa más que eso. Lo veo más claro desde que empecé a trabajar en una librería. Antes -ilusa-, estaba segura de que una especie de Hada-Madrina-Lectora-Cinéfila nos había hermanado, pasando la varita mágica por encima de la cabeza de todos nosotros: los que de niños usamos lentes y nos hicimos amigos del bibliotecario del colegio; los hijos de grandes lectores y amantes del cine de autor empeñados en traspasarle el hábito a su progenie; los que -sin nadie entender bien por qué- un día manotearon de los estantes de la biblioteca o del videoclub algo que les llamó la atención y nunca más pararon. Una logia sin registro de asociados. Una complicidad deschavada con comentarios sutiles y miradas intensas y fugaces. Pero no.

Compartir afición por la literatura y el cine no significa más que eso, pero a veces los lectores nos embarcamos en empresas destinadas al fracaso por cuestiones que exceden el ámbito de lo intelectual. Por ejemplo, los cupones de descuento.
Resulta que hace un par de semanas mi amigo P. (no sea cosa de dejar al descubierto su identidad, aunque tenga el nombre más común de nuestra generación) me comentó que le había llegado una oferta de cupones para Un tranvía llamado deseo, de Daniel Veronese. O, mejor dicho, de Tennessee Williams en versión de Veronese. Por 140 pesos íbamos los dos. Nos salía la mitad y, encima, nos tocaba una muy buena ubicación. Acepté no sólo porque la oferta caducaba en un par de horas sino porque había visto unos afiches en la calle y me habían dado ganas de ir, a pesar de ir al teatro muy de vez en cuando.
Vale aclarar que mis referencias de Un tranvía llamado deseo dan cuenta de que soy una hija de la televisión:
- La película con Marlon Brando y Vivian Leigh, dirigida -tanto en el teatro como en el cine- por Elia Kazan, que sé que vi de muy pequeña y ya casi no recuerdo (y aviso que la subieron ayer a la noche en Cuevana).
- Un capítulo de Los Simpson en el que Marge se mete a hacer teatro y le toca el papel de protagonista de la obra. Como nota de color, Flanders se la pasa con el torso desnudo e interpreta a un hombre pasional y violento.
- Un episodio de Seinfeld en el que Elaine toma calmantes muy fuertes para aliviar un dolor de espalda y se pasa de dosis justo antes de ir a un evento en honor al padre de Jerry. Se la ve completamente dopada, riéndose de todo y aullando "Stellaaaaa... Stellaaaaa", que es lo que le grita todo el tiempo el personaje de Marlon Brando a su esposa.

Compartir afición por la literatura y el cine no significa más que eso y yo, en mi afán de ahorrarme 70 mangos y tener planes para el viernes a la noche, había aceptado ir al teatro con P., que es un tipo que se la pasa leyendo y mirando películas., pero nunca coincide conmigo. Nunca. Y si bien, técnicamente, una obra teatral no entra en ninguna de las categorías de conflicto, se trata, esencialmente, de lo mismo.

Compartir afición por la literatura y el cine no significa más que eso y por no recordarlo, estaba frente a un enigma del calibre del de Schrödinger y su gato. uno de los dos la iba a pasar mal ese viernes. Uno de los dos iba a salir indignado del teatro, despotricando contra el director, los actores y la forma de tratar el argumento. Uno de los dos iba a tratar de convencer al otro de que no era tan así, pidiendo un poco menos de dramatismo y exageración. Uno de los dos iba a volver a su casa lamentando haber estado sentado dos horas en el Teatro Apolo y era imposible saber quién, si él o yo. Me entregué a Fortuna con resignación y me olvidé del asunto hasta el día de la función.

Quizás yo sea más fácil de contentar que mi amigo P., porque a mí la obra me encantó. Erica Rivas en el rol de la negadora, coqueta, narcisa y alcohólica Blanche es exquisita. El polaco Kowalski interpretado por Diego Peretti se ve un poco opacado por las actrices que lo acompañan, pero aun así, conmueve cuando está solo en escena. Paola Barrientos en el papel de Stella se destaca, aporta siempre la medida justa de dulzura, desinterés o violencia para que la tensión no derive en desastre. Me reí durante dos horas como uno puede reirse de ese pariente medio loco que lleva una vida muy triste, pero que de todos modos se satiriza a sí mismo y nunca muestra su dolor; una risa que tapa angustia e incomprensión. A P., en cambio, le resultó tibia, ruidosa, poco humana, "un sketch de Gasalla". Se quejó de la puesta en escena, de ciertos elementos de la escenografía, de la falta de compromiso respecto de la problemática central de la obra y de Peretti.
Fue inevitable llevar la discusión al campo de la literatura y el cine, porque somos belicosos y nos gusta argumentar en contra de los gustos del otro. Él esperaba que el conflicto fuera punzante, que mostrara las miserias de los personajes con seriedad y crudeza; quería a Faulkner, Hemingway y David Lynch. Yo quedé encantada con el sufrimiento perfumado, adornado con tiaras, puntillas y whiskey; me llevé a Capote, Bukowski y Tarantino.
Hasta las cuatro de la mañana nos quedamos charlando com P. acerca de mujeres, scotch, hombres, poetas, posguerras, machismo, psicoanalistas, salud mental y todas esas cosas en las que sí coincidimos. Porque compartir afición por la literatura y el cine no significa nada más, es cierto, pero a veces sostiene relaciones, amistades, noches largas, universos.

domingo, 25 de septiembre de 2011

Pase libre para el samba

De vez en cuando pienso en mi falta de practicidad. Suelo atribuirlo al constante samba mental en el que me sumerjo: estado de abstracción diario, desenfrenada asociación libre y un vínculo muy estrecho con el hábito de procrastinar. Todos contribuyen a mi capacidad especial para resolver conflictos cotidianos. Este asunto de girar el techo para cambiar la bombita y todos sus contribuyentes, me caracterizan y a veces bastante.

En eso pensaba el domingo mientras estábamos con mi mamá en el geriátrico visitando a mi abuela Aurelia. El Alzheimer la tomó por sorpresa y ella ya no se sorprende de nada. Mientras merendaba, una enfermera le hablaba al oído, muy cerca, con un tono por demás infantil: -“Abuelita, cómase todo el pan con manteca…”-. Yo no dejaba de observarla, su mirada perdida tomó el lugar del cachetazo que le hubiera dado a quien se le acercara de ese modo tan solo un año atrás. Siempre fue muy impulsiva, desubicada, agresiva: una personalidad un tanto complicada. Pero yo la amaba, como ahora, cuando ya de todo eso, no queda nada.

En la película Tarnation de Jonathan Caouette, la madre del protagonista es sometida a electroshock reiteradas veces y finalmente es despojada de su personalidad, casi en su totalidad.

Hace unos meses, mi primo sufrió un grave accidente de moto y ahora todos dicen “es otro”.

Pienso, las prácticas de electroshock te queman la gorra, el alemán te vuela la galera y un accidente feroz, te puede dar vuelta y de un modo azaroso dejarte al anverso o reverso.

Tu intangible subjetividad, esos rasgos que te caracterizan, de pronto se pueden pulverizar.

miércoles, 14 de septiembre de 2011

Baldosas

Y contás las baldosas y les das protagonismo. Y mirás hacia delante y pensás en el fuera de contexto. Siempre te gustó pensar en eso, fantasear con lo irregular. Involuntariamente desactivás el registro visual y volvés a escuchar a Tricky que te canta “I`m ready to the other side”. Y luego volvés tu atención hacia la calle, dejás la avenida y encarás para adentro. Y te cruzás a alguien y lo mirás para esquivarlo. Y doblás y hacés dos cuadras. Y caminás y seguís, pero ya no seguís sola. Mirás y por la vereda de enfrente camina ese alguien que esquivaste hace unos minutos. Te mira, mirás para delante y ya no ves baldosas ni escuchás a Tricky. Lo mirás, mirás para adelante, tus ojos se violentan y lo vuelven a mirar (él siempre te mira, miró todo el tiempo). Sabés que llegó la hora del quiebre: frenás a mitad de cuadra, te apoyás contra la pared y lo volvés a mirar. El marca una coordenada y camina hacia vos, sin decir nada, sin mutarse, sin dudarlo. Tu mente vuela y se masturba. Mirás hacia la esquina y ves a la garita y a un viejo con un perro prendidos en tu escena. Te reís porque sabés que quieren más, te piden más y les vas a dar más. El camina hacia vos, su actitud te da lo que siempre esperás: espontaneidad, impulso, desenfreno. Hasta que: “¡Paráaaa!” ¿Y quién lo dijo? Vos. Como siempre, lo arruinaste. Se te acerca aún más y te pregunta si tenés miedo. Respondes que sí, algo. Te ofrece un cigarrillo y comienzan a caminar. Hablás de cualquier cosa, no importa de qué, necesitás banalizar la situación como buena mediocre. Llegan a la esquina, le decís que tenés que entrar a terapia. El se ríe y te pide un beso. ¿Te negás? Por supuesto. Te reponde: “La próxima vez no me mires así, me re calentaste y ahora tengo que volver a lo de mi novia, no es justo”. Desconcertada, te excusás con algún comentario impertinente y seguís con tus pasos intrascendentes. Te arrepentís una y otra vez.

martes, 16 de agosto de 2011

Esas horas íntimas, privadísimas

Hay quienes llegaron al libro porque leyeron en algún suplemento de cultura que Michael Cunningham, oriundo de Ohio, EE UU, ganó los tan codiciados premios Pulitzer, Faulkner y Grizane Cavour, con su nueva novela Las horas. Están también los que antes de llegar al papel (unos cuantos) compraron su entrada de cine dispuestos a juzgar bien holgadamente desde su lugar de espectadores qué tan bien o mal lograda fue la caracterización de Nicole Kidman, y los que luego de haber leído y saboreado deliciosas descripciones visuales, se acercaron a alguna sala a evaluar qué tan grande, o bien, cómoda les quedó a Moore, Streep y Kidman, la talla de Laura Brown, Clarissa Vaughan y Virginia Woolf.

Tres mujeres, tres ciudades, tres épocas: Virginia, en las afueras de Londres, año 1923; Clarissa, en Nueva York, finales del siglo XX y Laura, Los Ángeles, año 1949.

Solemos relacionar las horas con la vida cotidiana: levantarse, irse, llegar para acostarse, levantarse y volver a irse para volver a llegar. Y, con suerte, al menos una vez al día, el recuento de los minutos. Pero no, Cunningham, en su libro, se aleja del plano mundano para sumergirnos en ese denso, vasto y enredado ovillo de complejas percepciones, del cual a veces la única manera de salir o de soportar parece ser el deseo de sucumbir o directamente su consumación.

Una vez más, la literatura alberga las más bellas imágenes poéticas mientras el sentido común cede y se ubica en su tan merecida periferia. Lo mundano y vulgar retrocede ante cada página impregnada de un espeso romanticismo que deja entrever sus capas de nostalgia, clandestinidad y tragedia.

Cada detalle de la vida de Laura Brown parece rendirle culto a la literatura, invitándonos a saborear ese lugar casi imperceptible y a la vez infinito que crea el lector cada vez que abotona sus ojos a las palabras. El acto mismo de leerla nos envuelve de modo tal que resulta casi inevitable la sensación de estar dentro de un juego de cajas chinas.

“(…) En este momento podría no ser más que una inteligencia flotante; ni siquiera un cerebro dentro de un cráneo , solo una presencia que percibe, como lo haría un fantasma. Probablemente así es como se siente un fantasma, piensa. Se parece un poco a leer –la mima sensación de conocer gente, lugares, situaciones, sin desempeñar otro papel que el de un testigo dispuesto”.

Clarissa, editora de libros, ya madura, da cuenta, mediante el vaivén de sus pensamientos, de la notable elasticidad con que recorre cada hora. Cada hora que desata una sutil incomodidad proveniente del pasado; ella es y está solo por lo que fue y por los lugares en donde estuvo. Vive, se piensa a sí misma y es pensada por quienes la rodean, siempre desde el ayer. Lo anterior reina sobre su presente, volviéndolo casi efímero y el futuro solo es visto como aquello que se reproducirá día a día de un modo sistemático mientras cuida a su amigo y poeta Richard.

Virginia, la lectura, la escritura y el anhelo. La locura. El talento y el fracaso, el repliegue sobre sí misma. Su literatura logra la transgresión e inmortalidad que recorre cada palabra, como si cada ejemplar de su libro estuviera impreso con la misma tinta con la que ella supo (sin saberlo) desafiar el tiempo. Su creación posee lo que ella creyó no tener. Woolf se desprende de su vida y se condensa en La señora Dalloway. Ella escribe “No creo que haya habido dos personas más felices que nosotros” y Richard varias décadas después se lo dirá a Clarissa.

Desde una reposera imaginaria

Hace años que Luci vive en Río de Janeiro cuando su hermana Nidia la visita, buscando aliviar la pena de la reciente pérdida de su hija menor. Comparten noches tropicales, acompañándose del relato de la tormentosa vida romántica de Silvia, una psicóloga vecina y amiga de Luci.
Nidia se deja ensombrecer por la melancolía; Luci, un tanto negadora, solo intenta pensar en cosas lindas y Silvia adorna un vínculo mediocre con la esperanza de que embelleciéndolo con palabras, se transforme en una especie de cuento de hadas. Cada una lidia con la realidad que le ha tocado, pero lo interesante es el protagonismo del diálogo; la palabra empieza a actuar como catalizador, las transforma. Comienza a generarse una necesidad de relato. Las ancianas encuentran la distracción ideal frente a los achaques de una tercera edad plagada de recuerdos y, de algún modo, vuelven a sentirse jóvenes, cuchicheando sobre los amoríos de “la de al lado”. La vecina, que cuenta compulsivamente una y otra vez las mismas situaciones, trata de aplacar el dolor de su soledad construyendo en su imaginación un amor que desde la nostalgia lo es todo: desapegado, incondicional y apasionado.
Estas tres mujeres hablan. De sí mismas, de los hijos que no las necesitan tanto como antes, de los hombres del pasado, de lo que fue y ya no será. Hablan y con la palabra se curan. La palabra las calma y las hace reflexionar. El relato les permite comprender eso que desde el sentimiento puro solo genera agobio. Es en la conversación donde se forja el lazo que las une y las hace quererse y necesitarse; la charla funciona no solo como remedio sino como herramienta que permite edificar un sentimiento mutuo de solidaridad, identificación y cariño.
La cura a través de la palabra las transforma mientras el verano carioca se acerca, lleno de sorpresas.

Lei por primera vez Cae la noche tropical en cuarto año, para la escuela; me gustó mucho, pero no hay comparación con la ternura y fascinación que me generaron estos personajes -Luci y Nidia- más de diez años después. Me volví a enamorar de Manuel Puig y su simpleza absolutamente calculada, de su lenguaje de diván disfrazado de señora en batón que barre la vereda, de su acento mercedino y lo cinematográfico de sus imágenes.
Cae la noche tropical marida bien con un campari con naranja o un martini bianco con ginger ale. Combina perfecto con un atardecer tibio y Mondo Cane sonando muy muy bajito. Lleva una especie de aire primaveral adonde quiera que uno lo lleve.
Es como el vestido floreado más lindo que te puedas imaginar.